En busca del modelo de desarrollo perdido

En busca del modelo de desarrollo perdido
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Desde mediados de los años setenta, Argentina fue uno de los países del mundo de peor desempeño económico y social. El PIB per cápita creció apenas 0,5% anual entre 1974 y 2019, una de las cifras más bajas del mundo. Nuestro país pasó 20 de esos 45 años en recesión, encabezando así el triste podio mundial de los más volátiles. La distribución del ingreso se “latinoamericanizó”, en tanto pasó de ser más parecida a la de países europeos como Italia y España a asemejarse a la de la región. Argentina fue también uno de los países del mundo que más se desindustrializó: entre 1974 y 2019 el PIB industrial per cápita se contrajo 23,4%. A modo de comparación, en Estados Unidos el producto industrial per cápita creció un 65,9% en el mismo período, en Alemania un 71,9%, en Japón un 133%, en Corea del Sur un 2456% y en China un 5829%. Como resultado de todo ello, indicadores sociales como la formalidad en el mercado de trabajo o la pobreza por ingresos se deterioraron significativamente: a modo de ejemplo, en 1974 la pobreza por ingresos en el GBA rondaba el 11% -medida con la vara actual del INDEC-. Para 2019 dicha cifra había superado el 35% y, pandemia de por medio, llegó al 40%.

Argentina PIB per capita y PIB industrial per capita, 1974=100

Fuente: elaboración propia en base a Banco Mundial y Naciones Unidas.

Una de las claves del magro desempeño argentino de las últimas décadas ha sido la incapacidad de poder adoptar un modelo de desarrollo sostenible en el tiempo, que configure incentivos estables para los agentes económicos e impulse el desarrollo productivo y tecnológico nacional. Una breve excepción tuvo lugar entre 2002-2011, período de recomposición de capacidades productivas que permitió retornar a los niveles de actividad industrial per cápita de 1974. Pero dicho proceso de mejora se frenó en 2011 y, particularmente desde 2015, el país ha experimentado un nuevo proceso de destrucción de capacidades tecnoproductivas. Como producto de un enfoque que tendió a minimizar las externalidades positivas derivadas de contar con una industria manufacturera pujante, entre 2015 y 2019 la producción industrial per cápita retrocedió 17%, lo que pone a Argentina entre los países del mundo que más se desindustrializaron; la cantidad de empresas industriales -que había crecido con fuerza entre 2003 y 2011- retrocedió año tras año y pasó de 55.900 en 2015 a 51.300 en 2019.

En este contexto, y más aún después de la tragedia de la pandemia, el desafío que enfrenta el país es enorme. La crisis productiva de nuestro país lleva ya una década y ha generado un profundo deterioro en las capacidades productivas y tecnológicas nacionales. Revertir este proceso requerirá tanto construir un entorno macroeconómico estable como un nuevo sistema de promoción industrial que genere los incentivos para incrementar la inversión y las exportaciones. A continuación, presentamos algunas ideas de lo que consideramos debería ser la construcción de una hoja de ruta para visualizar por dónde es posible destrabar el estancamiento en el que se encuentra sumido el país.

Hoja de ruta

Un modelo de desarrollo sostenible (tanto en lo macroeconómico como en lo ambiental) para la pospandemia requiere políticas productivas que apunten a seis direcciones: a) ahorro de divisas, vía promoción de exportaciones y sustitución eficiente de importaciones; b) creación de puestos de trabajo de calidad, c) desarrollo tecnológico y de I+D local; d) desarrollo territorial; e) sostenibilidad ambiental, y f) reducción de brechas de género. A continuación, se presentan estos seis desafíos y luego algunos ejes de política pública al respecto.

Bajar la pobreza, las desigualdades, la precarización laboral y el desempleo requieren sí o sí que Argentina incremente su ingreso per cápita, en caída en la última década y directamente en el tobogán a partir de la crisis cambiaria iniciada en 2018. El crecimiento es fundamental para crear puestos de trabajo formales (aproximadamente, por cada punto que crece el PIB el empleo asalariado formal privado crece en 0,7%), y tales puestos de trabajo son la clave para mejorar los ingresos de las familias, reducir el desempleo y la precarización laboral. 

El problema es que crecer no es un proceso sencillo: si no hay divisas, la moneda se devalúa, la inflación se acelera, los ingresos de los trabajadores retroceden, el consumo se desploma y, dado que éste explica más del 60% del PIB, la economía en su conjunto también lo hace. Del mismo modo, por cada punto que crece nuestra economía, nuestras importaciones lo hacen aproximadamente en 2%, de modo que necesitamos divisas para financiarlas y que el crecimiento no se trunque. Por lo tanto, una de las principales máximas a tener en cuenta es que necesitamos generar divisas sí o sí para incrementar la calidad de vida de nuestro pueblo. La generación de divisas puede venir de varias fuentes, pero hay dos que sobresalen: a) la promoción de exportaciones y b) la sustitución eficiente de importaciones. Es fundamental entender que, si bien las empresas exportadoras son pocas en Argentina (alrededor de 10.000), el grueso de la población se beneficia cuando exportamos más ya que se minimizan los riesgos de devaluaciones que deterioran los ingresos de las familias. Contrario a cierta intuición por momentos presente en el imaginario progresista, exportar no es de derecha, sino todo lo contrario: es la llave para mejorar las condiciones de vida de las y los trabajadores. De hecho, es lo que ocurrió entre 2003 y 2011, el único período de movilidad social ascendente desde los años setenta, en el cual la pobreza pasó del 70% de la población -medida con la vara actual del INDEC- a menos del 30% y la desigualdad, el desempleo y la precarización laboral bajaron como no lo habían hecho en décadas. La condición de posibilidad de esa extraordinaria mejora de las condiciones de vida fue la triplicación de las exportaciones de bienes y servicios en una década (de 30 a casi 100 mil millones de dólares). 

En este sentido, la hoja de ruta para el desarrollo argentino de la pospandemia debe tener en cuenta en primer lugar la necesidad imperiosa de que Argentina promueva las exportaciones y sustituya importaciones de forma eficiente. El dinamismo de las exportaciones, en conjunto con la reducción de la fuga de capitales construyendo una moneda nacional que pueda ser utilizada como vehículo de ahorro, es una condición necesaria para romper el estancamiento del país y viabilizar la mejora de las condiciones de vida de sus trabajadoras y trabajadores. Priorizar las exportaciones implica tanto definir incentivos fiscales adecuados como tener políticas activas para abrir mercados y generar nuevos sectores productivos con potencial exportador.

En segundo lugar, necesitamos políticas productivas que estimulen el desarrollo de sectores que puedan crear puestos de trabajo de calidad, tanto para nuestros profesionales como también para la gran masa de trabajadoras y trabajadores de bajo nivel educativo, que es la más vulnerable al fantasma del desempleo y la informalidad. Esta búsqueda es aún más desafiante en la medida en que se evite caer en atajos proteccionistas, normalmente ligados al ensamble, que entregan resultados veloces, pero tienen altos costos fiscales y sociales asociados al elevado nivel de precios que consolidan. 

En tercer lugar, la promoción industrial tiene que enfocarse en el desarrollo de actividades productivas de complejidad tecnológica creciente, de forma de elevar la productividad del trabajo y fomentar la inversión en investigación y desarrollo. Salir de la llamada “trampa de ingresos medios” en la que está Argentina implica abordar emprendimientos tecnológicos complejos de forma exitosa y potenciar sus derrames en el entramado productivo y el comercio exterior.

En cuarto orden, necesitamos políticas productivas que incentiven el desarrollo de las zonas más atrasadas del país. La región más rica (CABA) posee un PIB per cápita 6 veces mayor a las provincias más pobres (Formosa y Misiones). Estas desigualdades, además de injustas, generan externalidades negativas, como un territorio desbalanceado, con zonas de altísima densidad demográfica (como el AMBA) y otras zonas virtualmente despobladas. 

En quinto lugar, la política industrial debe acompañar los esfuerzos por promover la igualdad de género. En Argentina (y en gran parte del mundo) los sectores transables están altamente masculinizados, y en muchos de ellos las oportunidades para las mujeres son limitadas. La industria es una rama muy masculinizada y las pocas actividades industriales feminizadas son aquellas de alta informalidad (como por ejemplo, confecciones, donde apenas uno de cada cuatro puestos de trabajo es registrado en relación de dependencia).

Por último, la dimensión ambiental: no existe desarrollo posible si no es ambientalmente sustentable. En ese sentido, el desarrollismo del siglo XXI no puede imitar los errores del desarrollismo del siglo pasado, que tendió a descuidar la variable ambiental en los análisis. Ahora bien, ante el desafío ambiental hay dos caminos posibles a tomar. Uno, que por momentos parece dominar parte del debate, es la salida “prohibicionista” de impedir actividades como la minería metalífera, la ganadería, la agricultura en base a semillas genéticamente modificadas o la industria hidrocarburífera. El problema de esa salida es que, por sí sola, deriva en una fenomenal caída del ingreso por habitante y de las exportaciones y, por tanto, supone una profunda suba de la pobreza. El otro es el camino de la innovación verde, que se propone crear tecnologías nuevas que permitan incrementar el PIB por habitante y la productividad, reduciendo sistemáticamente el impacto ambiental. Ejemplos abundan: por ejemplo, el desarrollo de la energía nuclear y eólica, la electromovilidad (para reemplazar gradualmente a los vehículos a combustión), el hidrógeno verde (que permita exportar energía a partir de fuentes renovables) o la renovación de electrodomésticos para apuntalar la eficiencia energética son algunas líneas de acción clave de cara al futuro, y que empiezan a ser incorporadas en el diseño de las políticas productivas.

Si bien estas seis dimensiones son fundamentales como norte de largo plazo, hay algunas que son fundamentales en el corto. El principal es el de generación de divisas, sin las cuales el producto no puede crecer y los ingresos de las familias tampoco. Dada la estructura productiva actual, un incremento inmediato de las exportaciones sólo puede provenir de los recursos naturales y sus encadenamientos: de ahí la importancia de proyectos como Vaca Muerta, el desarrollo agrícola y la minería, y la transformación de materias primas agrícolas en proteínas animales por ejemplo a través de la producción vacuna y las florecientes industrias avícola y porcina.

Argentina es un país extenso y con un nivel de riqueza per cápita que le impide asegurar niveles de vida elevados para su población dedicándose exclusivamente a la explotación de recursos naturales. Por ende, dicho eje central debe ser complementado con el desarrollo de proveedores de las actividades primarias, la creación de sectores de base tecnológica y el incremento sostenido de la productividad en sus actividades tradicionales. 

Como fuera mencionado, un desafío fundamental respecto a los recursos naturales es potenciar los encadenamientos hacia atrás, mediante el desarrollo de proveedores especializados, y hacia delante, a partir de su procesamiento. En distintos rubros como la maquinaria agrícola, biotecnología, fertilizantes, medicamentos veterinarios o semillas se cuentan con empresas nacionales de trayectoria y capacidades para expandirse en mercados regionales. En el caso de Vaca Muerta, el desarrollo del gas no convencional viabiliza inversiones en proyectos petroquímicos y la expansión del consumo de GNC y GNL, además de traccionar la compra de un amplio abanico de proveedores locales.

El sector agrícola cuenta con un ecosistema con ramas dinámicas tanto industriales (ligadas  a la maquinaria agrícola, biotecnología, agroquímicos, semillas, etc.) como en los servicios, especialmente los ligados a la agricultura de precisión, como el big data o los servicios satelitales. El desarrollo de estos sectores permitiría no solo ahorrar divisas, sino generar empleo de calidad, desarrollar tecnología nacional y también economías regionales, satisfaciendo varias de las problemáticas del desarrollo mencionadas más arriba. Asimismo, la experiencia agropecuaria y farmacéutica pueden combinarse para desarrollar una industria naciente como la del cannabis medicinal, que tiene una vocación federal y un potencial exportador relevante.

La minería, en particular la metalífera, es un rubro subexplotado en Argentina, a pesar de tener la potencialidad para aportar miles de millones de dólares adicionales a nuestras escasas exportaciones. Argentina exporta hoy alrededor de unos 3.000 millones de dólares, menos de la décima parte de lo que exporta Chile que comparte nuestra cordillera. La transición energética que ha comenzado en gran parte del mundo abre grandísimas oportunidades en minerales como cobre (que dejamos de exportar en 2018) y litio, que serán cada vez más demandados para la fabricación de vehículos eléctricos y en las energías renovables. Lejos de la idea dominante en parte de la opinión pública acerca de la minería a gran escala como un sector maldito (lo cual ha motivado su prohibición en siete provincias), esta actividad pasó a ser en 2020 la de mejores salarios del territorio nacional, y la segunda de mayor formalidad de todo el sector privado (90%, solo por detrás de los hidrocarburos). Además, es una actividad eminentemente federal, y que permite generar puestos de trabajo bien pagos en provincias en donde cuesta mucho crearlos. Asimismo, la expansión minera a gran escala habilitaría el desarrollo de proveedores vinculados de distintos sectores en donde el país tiene capacidades acumuladas, como en la metalurgia y la química, generando un círculo virtuoso hoy vedado por el bajo nivel de la actividad.

Otro sector de recursos naturales subaprovechado es la foresto-industria (particularmente en la Mesopotamia), donde las millones de hectáreas plantadas de bosques permiten apuntalar la industria de la celulosa y de la madera. Luego del conflicto por Botnia hace 15 años y la mala prensa generada en torno a la idea de “pasteras”, Argentina perdió una oportunidad para ser un jugador regional relevante en la industria celulósica; en efecto, prácticamente se frenaron las inversiones en el sector, mientras en Uruguay, Brasil, Chile y Paraguay se multiplicaron las exportaciones y los puestos de trabajo. 

Por otra parte, además de con la minería, nuestro país tiene otros sectores capaces de ser actores relevantes para la transición energética: el metalmecánico y el nuclear. Empresas como INVAP e IMPSA acumularon durante décadas capacidades tecnológicas para fabricar turbinas hidroeléctricas, reactores nucleares y molinos eólicos con un alto nivel de integración local. En el sector nuclear, reactores pequeños como el CAREM (que Argentina todavía está desarrollando) están siendo impulsados por países desarrollados como Estados Unidos, Canadá y Reino Unido, como forma adicional de complementar a las energías renovables en la generación de electricidad. De esta forma, las obligaciones del país asumidas en el Acuerdo de París pueden ser el puntapié para el desarrollo energético y la política industrial verde.

La industria automotriz debe ser otro eje relevante de la política productiva. En medio de una reestructuración global y transición tecnológica hacia los vehículos eléctricos, la industria nacional continúa en permanente transformación. Los casos de Toyota y, en menor medida Ford y Scania, construyendo plataformas con escala para la exportación comienzan a ser casos a imitar para el resto de las terminales (como FIAT y Peugeot). La combinación de la ley de autopartes con la administración del comercio conforman un esquema de “palos y zanahorias” que fomentan dichos esquemas productivos. El desafío de la conversión hacia la electromovilidad es complejo, especialmente en una región que no cuenta con la infraestructura necesaria, y considerando la amenaza que significa para el autopartismo local.

Los sectores tradicionales e intensivos en empleo (como confección y calzado), por su parte, han sido grandes perdedores de la apertura comercial 2015-2019 y, a su vez, han sido relativamente más golpeados por los cambios de hábitos de consumo que generó la pandemia. La recuperación del nivel de actividad debe complementarse con políticas para elevar su productividad, fomentar la formalidad y apuntalar los segmentos más intensivos en capital y diseño, de forma de elevar los niveles de sustentabilidad del sector, mejorar sus precios y reducir su vulnerabilidad a la apertura comercial. 

Otro gran generador de empleo regional es el turismo. Actualmente se ve beneficiado por el impuesto PAIS (que grava con 30% al turismo en el exterior) y la competitividad cambiaria, reforzando así el potencial natural del sector, dado por la diversidad cultural y la belleza natural (mucha de ella subexplotada) de nuestro país. Más allá de la competitividad precio favorable, la infraestructura y conectividad sigue siendo uno de los puntos débiles del sector, así como las dificultades para instalar la marca país en el exterior y garantizar el cuidado paisajístico y ambiental.

En cuanto a los sectores de alta tecnología, se destacan los Servicios Basados en el Conocimiento (SBC), que han sido los sectores más dinámicos en lo que va del siglo veintiuno, con crecimiento tanto del empleo como de la cantidad de empresas de origen nacional (algunas de las cuales han logrado internacionalizarse muy exitosamente, como Mercado Libre, Despegar o Globant). A su vez, los SBC pueden ser centrales para mejorar la competitividad de otras actividades productivas, entre ellas las industriales, por ejemplo, a partir de la provisión de sistemas informáticos y diseño. Los SBC constituyen un complejo exportador central, aportando montos superiores a los 6.000 millones de dólares anuales entre 2016-2019. Sin embargo, tras un notable dinamismo exportador en los primeros diez años del siglo, en la última década las ventas externas del sector se han estancado y Argentina ha perdido participación en los mercados mundiales. Además de redinamizar las exportaciones, el sector tiene varios desafíos: uno de ellos tiene que ver con la escasez de profesionales. En estos años no aumentó la matrícula universitaria de carreras asociadas, mientras que las instancias iniciales educativas profundizaron su crisis. Desde el plano de la política pública, si bien políticas como el Plan 111 (para formar 111.000 trabajadores de la industria del software) han estado lejos de los objetivos planteados, han servido de antecedente y aprendizaje para el diseño de nuevos instrumentos, como el “Argentina Programa”, lanzado a fines de 2020 por el Ministerio de Desarrollo Productivo para formar programadoras y programadores. Otros desafíos tienen que ver con la importancia de escalar en las cadenas de valor (hoy Argentina compite más en los eslabones menos intensivos en conocimiento, en donde los mecanismos de competencia se dan más por precio que por activos específicos) y con lograr una mayor vinculación con las ramas transables, en particular las industriales, que podrían verse beneficiadas en su productividad. La sanción de un régimen promocional de la economía del conocimiento a fines de 2020 es una buena noticia y el resultado del consenso existente en torno a los SBC, los cuales pueden contribuir a resolver varios de los seis ejes planteados más arriba (al otorgar beneficios fiscales a empresas que incrementen exportaciones e I+D y que incorporen mujeres, diversidades y personas provenientes de provincias más subdesarrolladas). 

Por otra parte, el país cuenta con un amplio potencial y trayectoria en biotecnología. La industria farmacéutica local tiene capacidades productivas y de formación de profesionales destacada -lo cual se demostró por ejemplo en la existencia de condiciones idóneas para fabricar vacunas contra el coronavirus- para escalar la producción de biosimilares, aprovechando que han comenzado a vencer las patentes de algunos de los medicamentos más costosos del mundo. En la misma línea, el sector de ensayos clínicos está transformándose en un rubro de exportación de servicios de alta tecnología de relevancia, que actualmente está concentrado en la Ciudad de Buenos Aires y en clínicas privadas. Los distintos ensayos realizados en el país para las vacunas contra el Covid-19 dan cuenta de la voluntad existente en el país para participar como voluntarios en estos desarrollos, lo cual en conjunto con la amplia cobertura del sistema de salud conforman una base para el crecimiento del sector. 

La industria 4.0 es otra ventana de oportunidad para el sector manufacturero argentino, tanto para la mejora de la productividad (vía una mayor automatización de procesos, la utilización de servicios en la nube y el Internet de las cosas) como a través de la provisión de bienes de capital y servicios de ingeniería. Es clave la difusión de esta para así fortalecer la competitividad genuina de nuestro aparato productivo. Asimismo, es auspicioso que se haya retomado -tras el parate sufrido entre 2015 y 2019- la construcción de satélites ARSAT por parte de INVAP y los lineamientos del Plan Satelital Geoestacionario Argentino.

El aprovechamiento del potencial productivo del país y su acervo tecnológico requiere readecuar el gasto en promoción industrial desde ciertos regímenes existentes hacia nuevas herramientas que maximicen el impacto en términos de generación de divisas, desarrollo tecnológico y empleo. En ese sentido, es fundamental, entre otras iniciativas, reformular herramientas subaprovechadas como el Compre Nacional y el Régimen de Promoción de la Fabricación de Bienes de Capital; fortalecer el Fondo Tecnológico Argentino (FONTAR), el Fondo Nacional de la Defensa argentino (FONDEF) y el incipiente surgimiento de Centros Tecnológicos; continuar recomponiendo el crédito productivo (a través de instrumentos potenciados por la gestión actual del Ministerio de Desarrollo Productivo como el Fondo de Garantías -FOGAR- y el Fondo de Desarrollo Productivo -FONDEP-); y diseñar una nueva ley de inversiones que premie a las empresas que invierten, desarrollan tecnología y exportan, y que permita tanto atraer inversión extranjera como potenciar la expansión de empresas medianas dinámicas. Asimismo, resulta necesario acordar un sendero de transición energética que incluya tanto el cumplimiento de los objetivos ambientales como los mecanismos adecuados para que las inversiones necesarias redunden en mayor desarrollo tecnoproductivo local.

Argentina lleva más de cuatro décadas de continuas crisis sin encontrar su lugar en la división internacional del trabajo, con un muy pobre desempeño en materia económica, social y productiva. Romper ese estancamiento requiere ir más allá de los shocks redistributivos pendulares (con distintos beneficiarios según la fuerza política que gobierne) como forma de solucionar los problemas socioeconómicos. Los pobres resultados obtenidos desde los años setenta deberían permitir al país volver a jerarquizar el desarrollo productivo como un objetivo estratégico de las políticas públicas, apostando al cambio estructural de largo plazo, el cual es una condición necesaria para mejorarle sosteniblemente la vida a cada uno de nuestros habitantes.