Hace una semana, y de manera muy inesperada para quienes llevamos tiempo desconfiando de los reportes de inteligencia estadounidenses, el presidente de la Federación Rusa, Vladimir Putin, anunció una invasión de gran escala sobre el territorio ucraniano. Si bien no fue la primera acción bélica de una potencia militar sobre un país europeo -la OTAN bombardeó Yugoslavia en 1999 en un contexto de gravísimas violaciones a los derechos humanos de la población albano-kosovar por parte del gobierno de Slobodan Milosevic- decidida al margen de Naciones Unidas, tanto la escala de la guerra, como la ambición de los objetivos alegados y el avance indiscriminado auguran enormes consecuencias para el sistema internacional, que irán más allá del resultado de la contienda. Por otro lado, fue también inédita la unidad y velocidad de la respuesta del bloque occidental, incluyendo sanciones coordinadas y significativas sobre la economía rusa y sobre personalidades asociadas a su gobierno. Con el carácter provisorio de cualquier reflexión escrita en ocasión de una guerra joven, se puede dar cuenta de la profundidad del impacto sistémico y económico, que interactúa con tendencias precedentes, a las cuales también alimenta.
Si la competencia entre China y los Estados Unidos, particularmente a partir de las medidas tomadas durante el gobierno de Donald Trump, obligó a tomar en consideración los factores geopolíticos como una fuerza estructural que entorpece, retrasa y hasta podría revertir el avance de la globalización, la invasión a Ucrania confirma la importancia adquirida por las consideraciones de seguridad respecto de los intereses comerciales. Rusia significa el 10% de las exportaciones globales de petróleo, es el principal proveedor de gas para la Unión Europea, y los países involucrados explican una parte muy relevante de la producción global de fertilizantes, trigo y maíz. Tras Irán, Cuba y Venezuela, la guerra en Ucrania y las sanciones sobre Rusia comienzan a dar una idea de las posibilidades de una verdadera desconexión de la economía mundial de mercados enteros, incluso integrados. Tanto la profundidad de los daños como el éxito de los posibles remedios aparecen aún inciertos. La certeza sobre la inevitabilidad e irreversibilidad de la expansión del comercio, por no hablar de sus beneficios, se desvanece en el aire.
Seguido de ello, la incertidumbre e imprevisibilidad respecto de las variaciones de los flujos de comercio continuará afectando las cadenas globales de suministro incluso por encima del perjuicio sobre los bienes transables afectados por el conflicto. Luego de las disrupciones causadas por la pandemia, en cuanto a cambios en los patrones de consumo y perturbaciones en sectores como el acero o las telecomunicaciones, entre otros, la posibilidad de que los flujos de comercio se interrumpan a partir de medidas o acciones de política exterior genera incentivos para la relocalización de producción. La tendencia desglobalizadora, sin embargo, necesitaría de alteraciones profundas en las formas de producción vigentes. Si la pandemia mostró la necesidad de contar con cadenas de valor más cortas y resilientes, la redundancia y la seguridad del suministro frente a las renovadas amenazas geopolíticas suponen mayores costos que, en ausencia de regulaciones homogéneas, se vuelven anticompetitivas. La aceleración inflacionaria occidental de los últimos meses supone un obstáculo coyuntural adicional, y la recuperación del comercio internacional de bienes en 2021 da cuenta de una persistencia de las fuerzas económicas globalizantes superior a la esperada. La guerra abre una perspectiva de fronteras más rígidas, pero, lejos de simplificar el panorama, lo complejiza en aún mayor medida.
La invasión de Ucrania vuelve a poner en el centro de la escena la importancia que podría cobrar el establecimiento de zonas de influencia para las distintas potencias. El ataque mostró una vez más la debilidad de la institucionalidad internacional para funcionar como contrapeso del ejercicio del poder, una certeza que el mundo arrastra, al menos, desde la guerra de Irak en 2003, y que se refleja en los conflictos abiertos en Libia, Siria o el Sahel, donde la participación extranjera es determinante. El marco competitivo entre China y los Estados Unidos en el sistema internacional, en caso de volverse más pugnaz, podría terminar de rigidizar un esquema de áreas de influencia cuya lógica de funcionamiento ya aparece esbozada tanto en las sanciones occidentales como en los intentos de eludirlas, apelando a esquemas de pagos, comercio y financiamiento alternativos a la arquitectura existente. Aquí también, la intensidad del comercio entre las dos grandes potencias, y su peso desproporcionado sobre el total de la economía global actúa como un amortiguador de las tendencias al desacople y el establecimiento de zonas de influencia rígidas. Son escasísimos los ejemplos de países, e incluso de empresas multinacionales, que no tengan mucho por perder en caso de ser obligados a cortar o disminuir drásticamente sus lazos con una u otra de las grandes potencias.
Por último, una guerra de estas características seguramente signifique un fuerte retroceso en la capacidad de enfrentar aquellas amenazas globales que, por su carácter intrínseco, requieren de la consolidación de esquemas cooperativos como el cambio climático, la preparación frente a pandemias y otros fenómenos de consecuencias potencialmente planetarias. La decisión del presidente ruso de elevar el grado de preparación nuclear de sus fuerzas armadas volvió a colocar en primer plano global a la que fue, durante décadas, la principal preocupación existencial de la humanidad, confinada últimamente -como preocupación de primer orden- a actores de menor peso como Irán y Corea del Norte, o a conflictos regionales como el indo-pakistaní.
En síntesis, la guerra declarada la última semana fortalece las tendencias disociativas a nivel global y confirma la debilidad de la institucionalidad internacional, al tiempo que acrecienta la importancia del ejercicio directo del poder -tanto bélico como económico- como factor de generación de decisiones, por encima del consenso y la negociación. Desde América del Sur, y particularmente desde el Cono Sur, supone una necesidad de fortalecimiento de esfuerzos asociativos regionales y globales, tanto para la consolidación de posiciones políticas favorables a la paz y la legalidad global como para enfrentar los desafíos ligados a la construcción de capacidades agregadas que mejoren las condiciones para enfrentar el nuevo escenario.