El Nuevo Consenso de Washington: ¿Posneoliberalismo?

Estados Unidos se prepara a dar el salto definitivo hacia el nuevo juego internacional, al Nuevo Consenso de Washington, que remedie presentes congojas y le devuelva su ansiada hegemonía. Pero, al igual que con el anterior, la primera tarea ha de consistir en imaginar ese juego. Y las primeras pautas parecen ser: rol central del Estado para el desarrollo, revalorización de la política industrial, administración de comercio.

El Nuevo Consenso de Washington: ¿Posneoliberalismo?

¿Qué nos dejó teóricamente la década del noventa? Un orden simbólico-imaginario, si se quiere; un juego de conceptos y suposiciones que parecían dar cuenta de una realidad histórica que parecía ser el camino interminable de la humanidad. Una ontología basada en el “Fin de la historia” de Francis Fukuyama. Palabras que prefijaban certezas indubitables: Libre-Mercado, Ortodoxia, Desregularización, Laissez-faire, Globalización etc. Palabras en mayúscula, con un halo luminoso, deificado, que signaron un tiempo en la vida del planeta. Claro que detrás de esa aparente potencia de verdad revelada, enraizaba una estrategia más profunda en un particular estadio histórico. Bajo el polvo reciente del caído muro de Berlín, la política norteamericana comenzó la propagación de un orden conceptual (los universales del free market) que organizaría el nuevo paradigma internacional. Y ese imaginario-simbólico[1] colaboró, concretamente, con el diseño de un juego global para el que Estados Unidos siempre correría con ventaja: el Consenso de Washington fue el momento de formalización de ese juego, el pasaje al real después del imaginario.

Efectivamente, la estrategia surtió el efecto esperado. Cada partida de este juego metafórico devolvió los mismos resultados: una expansión del poder, del capital, de la infraestructura norteamericana. El Consenso se prolongó exitosamente durante décadas, pero sus propias reglas dejaron la mesa servida para nuevos competidores (léase, alarmantemente, China), cada vez más seguros de su suerte. Las reglas del juego eran dos caras de una misma moneda, una síntesis de ideas-intereses que aseguraron su consolidación pero contenían la semilla de su propia destrucción.  Porque hoy ese juego definitivamente ha terminado, y el viejo Consenso de Washington hace tiempo se desluce y parece inconveniente a sus demiurgos. Los competidores han acosado demasiado, y vale la pena volver a mezclar la baraja.

Del viejo Consenso de Washington nos quedan las puras palabras; mejor, los significantes vacíos. Nadie cree aún en su brillo, ni siquiera sus creadores; fetiche exclusivo de los melancólicos, idealistas libertarios  o algunos casos de miopía estratégica. Estados Unidos se prepara a dar el salto definitivo hacia el nuevo juego internacional, al Nuevo Consenso de Washington, que remedie presentes congojas y le devuelva su ansiada hegemonía. Pero, al igual que con el anterior, la primera tarea ha de consistir en imaginar ese juego. Y las primeras pautas parecen ser: rol central del Estado para el desarrollo, revalorización de la política industrial, administración de comercio.

Hace cosa de poco más de un mes, nos enteramos de que el “viejo” consenso de Washington, agónico hasta entonces, había muerto. Y si instalé hace un momento esta cuestión en un orden simbólico-imaginario, es porque, como dije, antes de la elaboración definitiva de un nuevo paradigma, es en ese orden donde comienzan a confeccionarse las premisas imaginarias de lo que está por venir. Me aclaro. Estoy refiriéndome al discurso brindado por el Consejero de Seguridad Nacional de los Estados Unidos, Jake Sullivan, en la conferencia del 27 de abril, en el Hutchins Center on Fiscal and Monetary Policy de la Brookings Institution.

En su discurso, Sullivan ha difundido los supuestos básicos de la política internacional de Biden. Con certeza, a algunos comentaristas ha parecido claro que el discurso estuvo más enfocado en urdir un mapa conceptual y filosófico sobre el capitalismo, el presente del país del norte, y el futuro de las tecnologías green, que en dar cuenta de novedades particulares. Pero resulta especialmente significativo el concepto que Sullivan eligió para enmarcar su conferencia: la agenda de Joe Biden comporta un “new Washington consensus”.  Nadie ignora que la definición remite al universo de fines de los años ochenta, con su atmósfera de fe bipartidista en la desregulación, la globalización y la capacidad de los mercados para construir el bienestar general. Ahora, frente a esa era celebratoria de triunfalismo de unos Estados Unidos que medían la tonicidad de sus fuerzas para diseñar un mundo a su imagen y semejanza, Sullivan se detiene y nos dice que «Las últimas décadas revelaron grietas en esos cimientos» ¿Qué ha ocurrido?

Para comprender qué se ha resquebrajado, resulta esclarecedor el punteo de “desafíos” con que Sullivan abre la conferencia. Del alegato pueden extraerse verdaderas tesis del nuevo paradigma:

Cuando el Presidente Biden llegó al cargo hace más de dos años, el país se enfrentaba, desde nuestra perspectiva, a cuatro retos fundamentales… En primer lugar, la base industrial de Estados Unidos se había vaciado… El segundo reto al que nos enfrentábamos era adaptarnos a un nuevo entorno definido por la competencia geopolítica y de seguridad... El tercer reto al que nos enfrentábamos era una crisis climática que se aceleraba... Por último, nos enfrentábamos al reto de la desigualdad y su daño a la democracia

(Énfasis míos)

A partir de esto, se alcanza una nueva comprensión del contexto: en un mundo “acosado” por el auge general de China (Competencia/Rivalidad geopolítica), aunque acaso también por el surgimiento de una multipolaridad que incluye a su vez a Rusia, India, Irán, etc.; en un mundo, decía, en que el elemento medioambiental comienza a arrugar los entrecejos, Estados Unidos –siempre desde la óptica de Sullivan–, con su propia moneda perdiendo lugares entre las reservas internacionales, se encuentra ante una desindustrialización creciente y una desigualdad que pareciera poner en riesgo las fundaciones de su misma democracia. La fundación de las instituciones, porque la hora mundial tal vez indique que, sin un grado aceptable de bienestar y fe de progreso, es de esperar una mayor inestabilidad.

Nos preguntábamos qué había ocurrido con el universo que describimos al comienzo. Ocurrió que los bendecidos por el viejo Consenso de Washington comenzaron a ser, cada vez más, otros que los previstos. La política de fronteras abiertas, entre sus efectos nocivos, propició paradójicamente el avance chino en el comercio mundial, con consecuencias destructivas para la mano de obra estadounidense y regiones económicas enteras del país. Y no solo eso. Por el desarrollo armamentístico y tecnológico, China hoy asoma la faz por el oriente como una nueva y verdadera superpotencia hostil capaz de poner en jaque el mundo que el viejo Consenso había imaginado. El ascenso de la figura de Trump, tiene mucho que ver con esto.

Por eso, seamos claros. Si le han dado el último clavo al cajón del viejo Consenso de Washington, es con la esperanza de enterrar también a sus inesperados ganadores. Ocurre que, ahora, aquellos con capacidad de hacerlo, los Estados Unidos, deben urdir el nuevo imaginario simbólico del real porvenir. En ese orden imaginario, hoy se trazan las líneas de un Nuevo Consenso de Washington.

 

Conceptualismo, bipartidismo y antítesis: la imaginación simbólica del Nuevo Consenso de Washington

De la lectura global de la conferencia surge un interrogante no menor: ¿es adecuado percibir que el paradigma del nuevo Consenso se coloca en la más tajante antítesis de lo que caracterizó al antiguo? Es en cierto modo, un cantar loas a los tópicos prohibidos de las décadas anteriores. Porque, escarbando en la tierra que ha dejado el Consenso precedente, Sullivan descubre que ya no es deseable “una interdependencia mundial cada vez mayor”. Lo que constata un cambio agudo de conciencia en la dirigencia norteamericana. El free-trade y la apertura fronteriza nos ha dejado en el páramo actual –imaginamos que razona Sullivan–: en una posición sumamente vulnerable a ínfimos percances en regiones apartadas y ante una sociabilidad incierta con Eurasia y, sobre todo, China, que participa en el capitalismo mundial “sin respetar sus reglas” (lo que significa, traducido, no teniendo que lidiar con las incomodidades de la democracia para su desarrollo económico). La pandemia es otro indicio que advierte Sullivan para declarar que el mundo ha ido demasiado lejos “en una dirección libertaria”.

Si bien insisto en la pertinencia de lo simbólico imaginario para la discusión política, hoy cuando aún estamos frente la imaginación del Nuevo Consenso que vendrá, se pueden reconocer los primeros efectos de la nueva conciencia que emerge de la conferencia en la Brookings, y sobre todo de la nueva mirada crítica de la interdependencia que caracteriza a esta conciencia. La primera de esas secuelas ha sido la guerra de Ucrania. El fenómeno bélico quizá sea el ejemplo más ilustrativo de los efectos territoriales que el nuevo paradigma podrá incentivar; efectos del nuevo diseño del juego por venir. Porque el proceso de (re)concentración de los poderes al interior de sus territorios geográficos –vinculada al desacople geopolítico de nuestra época– produce lo que se conoce como fronteras calientes. Los territorios donde se encuentran las áreas de influencia de los diferentes centros de poder comienzan a ser espacios disputados.  El conflicto en Ucrania es un ejemplo notable de ello. En segundo lugar, entre los efectos político-económicos, como a mediados del siglo XX, un tipo de regulación e intervención estatal –no hace mucho, palabra vedada en la esfera política de Washington– vuelve hoy a estar en boga. Y no exclusivamente en el Partido Demócrata. Precisamente, el término de “Consenso” que Sullivan ha utilizado tiene una sola premisa imprescindible: que haya dos que bailen el tango. Porque aunque no se haya desarrollado conceptualmente la frase, el tono “consensual” de los puntos de vista implica un grado de representatividad que cruza al otro lado de la grieta política norteamericana hasta las filas del propio partido Republicano.

Como ha notado The Atlantic en un artículo reciente, ha sido Trump un antecedente acaso verboso y extravagante de una política económica “nacionalista” que, en verdad, se ha instalado definitivamente a ambos márgenes del río. Aunque The Atlantic es fuertemente crítico de los discursos “vituperantes, influidos por la xenofobia, sobre las élites que destruyen la fabricación estadounidense” del ex-presidente, reconoce en Trump el comienzo de una política, inédita en décadas, de aumento de aranceles. Y el discurso de Sullivan sólo prolonga las iniciales premisas del proteccionismo trumpista: también él comprende que el interés nacional exige que determinadas industrias prosperen en el país. Y no parece haber mejor herramienta para ello que las herramientas del Estado. La “guerra comercial” entre Estados Unidos y China a partir de enero del 2018 es el síntoma de un evidente proceso de reestructuración de la globalización y los términos de intercambio.

En efecto, la gestión Biden no ha demostrado convicciones diferentes en lo referido, por ejemplo, a su política de semiconductores. La misión del gobierno, como un nuevo eco del himno a la “repatriación de industrias” trumpista, ha sido romper la dependencia industrial que el país mantenía con su único proveedor de semiconductores, Taiwán. Por si faltaba un trazo para redondear el boceto, la política de semiconductores originó la ley CHIPS: una inversión pública de 52.700 millones de dólares en subvenciones destinadas a garantizar el suministro de chips esenciales para el funcionamiento de automóviles, teléfonos móviles y sistemas de armamento. Esta medida, pone a los Estados Unidos a seguro del riesgo siempre presente de anexión forzosa de China sobre Taiwán, país al que no reconoce como soberano.

Más acá de estas repercusiones concretas, el “conceptualismo” del discurso de Sullivan responde, insisto, al momento en que se encuentran los Estados Unidos en vísperas de una de un “nuevo orden mundial 2.0”. No hay que perder eso de vista. A mi modo de ver, el actual es un momento que exige un aguzado sentido de la novedad; es la instancia en que comienzan a surgir los conceptos y términos que van a regir el nuevo juego, la discusión de los próximos años. No puedo dejar de enfatizar que la nueva política es parte integral de un Consenso: lo digo nuevamente, existe un Nuevo Consenso de Washington porque lo que se está cocinando es un acuerdo bipartidista sobre el rumbo económico global, una nueva Gran Estrategia Nacional norteamericana. Hay que comprender, en una época de turbulencias, que, sobre las banales o menores discrepancias que puedan surgir entre los partidos, el innegable rechazo a la ortodoxia económica de los últimos cincuenta años, por ejemplo, es una convicción común a la dirigencia norteamericana. No se debe pasar por alto que haya sido el propio Trump quien haya diseñado parte del nuevo régimen político; tampoco puede obviarse que la ley CHIPS junto a mucha otra legislación sobre infraestructura se haya promovido con apoyo bipartidista.

Al igual que con el Consenso anterior, aunque sus conceptualizaciones puedan parecer opuestas, el diseño del tablero reproducirá un esquema de poder obviamente favorable a los actores con mayor capacidad de influencia sobre él. Por eso es imprescindible, en este período de preeminencia de lo simbólico-imaginario, de mutación conceptual acrecentada y de dimensiones aún insondables, tomar nota para otear el real por venir.

El esquema de poder post-liberal del Nuevo Consenso se construirá sobre la base de un desacople geopolítico y una mayor concentración territorial, cerrazón comercial y proteccionismo económico. Esta etapa del mundo que vuelve a poner en primer plano las potencialidades del Estado y los factores internos del desarrollo, a nosotros, ¿dónde nos deja?

 

[1] Yo llamo a este momento de diseño y conceptualización, el momento de lo simbólico-imaginario; concepto inspirado en la lectura de Alain Badiou en su libro El Siglo, y que recorre todo este artículo. En la obra citada, Badiou dice, refiriéndose a una de las maneras de concebir la relación mantenida por el siglo veinte con el siglo diecinueve, que

“…el siglo XX realiza lo pensado por el siglo XIX. En términos lacanianos, (…) el siglo XX es lo real de aquello cuyo imaginario fue el siglo XIX o …lo real de aquello de lo cual el siglo XIX fue lo simbólico (los elementos con los que hizo doctrina, lo que pensó y organizó).”

 

Por Leandro Ocón